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distribución de obligaciones y responsabilidades al interior y fuera del ámbito doméstico y al mismo tiempo se logra registrar las situaciones cambiantes y otras poco flexibles en cuanto a las maneras en que se presentan las distintas variantes de jefatura tanto femenina como masculina. Intentando hacer un recuento de las principales investigaciones en México, Feijoó (1999) hace una revisión de los estudios de hogares con jefatura femenina y los enmarca en de primera y segunda ola; en los primeros, los hogares con jefatura femenina se consideraban como modelos transicionales combinados con la pobreza. Esta perspectiva le otorgó el carácter de “grupo vulnerable” y es en ese momento que con ayuda de organismos internacionales, algunos gobiernos pusieron el tema en la agenda pública, enmarcándolo como un proceso de desorganización familiar, lo cual impuso un modelo estandarizado para su estudio. En un segundo momento, las investigaciones de segunda ola matizaron las evidencias anteriores y se cuestionó si dichos estudios estaban cargados de estereotipos al calificar a estas unidades domésticas como hogares “incompletos”. Algunos de los estudios insertos en el período de segunda ola, como los realizados por González de la Rocha (1999), pretenden evidenciar los retos que la jefatura femenina impone a las mujeres y los arreglos y mecanismos que llevan a cabo para enfrentar los desafíos; por su parte, Chant (1999) muestra que las jefas de familia sufren desigualdades sociales y económicas y que enfrentan un riesgo superior de ser pobres en comparación con los jefes varones. Acosta (2001) resalta las implicaciones sociales que tiene la jefatura femenina y hace énfasis en la importancia del diseño e implementación de políticas públicas que favorezcan sus condiciones de trabajo y el acceso a los beneficios de programas sociales. En cuanto a los modelos de género, Lázaro, Zapata, Martínez y Alberti 16
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