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en general se puede afirmar que las mujeres sufren desigualdades sociales y económicas como madres jefas de hogar. Primeramente por el acceso desigual a los recursos, a los empleos en el mercado formal de trabajo y por consiguiente, en el acceso desigual a la seguridad social, como: el servicio médico, crédito para vivienda, pensiones, jubilaciones, etc. En segundo término, estas desigualdades se manifiestan en las dobles o triples jornadas de trabajo –dentro y fuera del hogar-, su pobreza no es sólo económica, sino que también es la pobreza en cuanto a tiempo disponible; es decir, carecen de este recurso, elemento importante para el cuidado de los hijos, pues asumen la crianza casi de forma exclusiva, así como su manutención económica. A este respecto Castells (1999) sostiene que las mujeres pagan un alto precio por esa jefatura, en tiempo de trabajo y en pobreza, por su independencia económica o por su papel indispensable como proveedoras de la familia; esto nos lleva a reflexionar acerca de las relaciones de poder que se dan al interior de los hogares según el sexo del jefe. Existe una tendencia a que las mujeres que son jefas de familia asuman solas la manutención del hogar, a la par se encarguen de las actividades domésticas de su casa y al mismo tiempo sean las responsables del cuidado de los hijos; esto debido a que los roles de ama de casa y cuidadora siguen siendo asignados de forma “naturalizada” a las mujeres. Al respecto, De Oliveira y García (2005) agregan que las mujeres asumen la responsabilidad de labores que son centrales en la organización de la vida familiar y combinan actividades consideradas femeninas (cocina y elaboración de la comida, cuidados de hijos y ancianos, cuando éstos existen, y realización de trámites) con aquellas consideradas como más propias de los varones. El número de tareas en que participan de manera igualitaria todos los miembros del hogar es reducido, las responsabilidades 22