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tanto en las cosas (en la casa por ejemplo, con todas sus partes sexuadas), como en el mundo social y, en estado incorporado, en los cuerpos y en los hábitos de sus agentes, que funcionan como sistemas de esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción” (Ibid., 21). Como señala Bourdieu (2000, 49), el orden de lo masculino impone esquemas mentales que condicionan los medios y las formas accesibles al ser social de las personas limitando sus acciones, su poder y circunscribiendo el espacio para su desarrollo (Ibid., 49). Las categorías resultantes de este ordenamiento social impactan tanto a hombres como a mujeres ya que “la masculinidad se define tanto por las relaciones de subordinación de las mujeres para con los hombres como por los procesos de diferenciación entre éstos” (Vázquez y Castro 2009, 702). La masculinidad no es una categoría única y estática pues sus características difieren al hablar de los diferentes grupos sociales ordenados por raza, clase, etnia, edad, etc. (Garda 2004, 121). Sin embargo, hay un tipo de masculinidad que dicta el orden imperante de las cosas: la masculinidad hegemónica. Ese tipo de masculinidad es la que se encuentra asimilada y da forma a la cultura. Es la categoría mental y social -compartida por hombres y mujeres- que es más valorada y esperada aunque represente la base de la subordinación de los demás tipos de masculinidades y de las mujeres así como riesgos importantes para quienes se adhieren a ella. Su permanencia radica en que ante categorías construidas por los dominantes pero compartidas por todos, los dominados llegan a percibirlas como naturales y a aceptarlas sin poder liberarse de ellas ya que les es imposible imaginar una realidad alterna (Bourdieu 2000, 12). La MH se impone pues encuentra su vigencia y legitimidad en prácticamente la totalidad del entramado social. 61
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